LAS
GUERRAS INCONCLUSAS DEL OCCIDENTE DE BOYACÁ
Por:
Jacinto Pineda Jiménez, Coordinador Académico ESAP Boyaca- Casanare
Las guerras “verdes”
terminan pero no se resuelven. La propia fórmula pacto- olvido, a la cual hemos
acudido históricamente para superar los conflictos, en ocasiones eterniza la
violencia. Circulo donde lo mejor es perdonar, a cualquier
precio, antes que enfrentar las circunstancias sociales, económicas y políticas
que rodean las denominadas guerras. Por ello planteo la hipótesis que los pactos privados sin la regulación del Estado solo
han contribuido a fortalecer los actores ligados a la actividad esmeraldífera y
no a una paz duradera y de la mano del desarrollo para la región.
La violencia en la región es
una vieja
historia de amargura y frustraciones, incubada en la propia conquista Española que
a su paso dejó el exterminio del pueblo nativo Muzo, tras una cruenta batalla
que duró 21 años. Así se
abrirá la puerta a la historia de codicia y corrupción que va a marcar la
conquista y la colonia y que continuará
con la república en una sombra extendida hasta el presente.
Corresponderá
al Banco de la República, en una labor ajena a su misión, administrar las minas
de esmeraldas y bajo su sombra el surgimiento de las guerras verdes en los años
60,s del siglo XX. En una tierra de nadie emergerán liderazgos como el de
Efraín Gonzalez, Ganso Ariza y otros forjados en la violencia y la ilegalidad.
La mina de Peñas Blancas será el escenario de la primera guerra verde que se extenderá
a la región y a ciudades como Chiquinquirá y Bogotá. Vendrán los tiempos de las
“vendettas entre esmeralderos”; del afán desaforado de guaqueros, campesinos y
los más disimiles personajes atraídos
por la esmeralda. Los años 70 serán la locura propia de las oleadas de riqueza,
a costa de la pobreza y abandono de la región. La situación violenta lleva al
cierre de las minas en 1973, para luego en una historia de suspicacias pasar a
manos de los particulares en 1976.
La primera guerra culminará
con la derrota del grupo del Ganso Ariza y la concesión de las minas a los
victoriosos; en 1978 se firmará un pacto de paz en Tunja, con la presencia de
la iglesia, algunos entes del Estado donde los esmeralderos pactan la no
agresión pero la situación social de la región permanecerá intacta. Al frágil
acuerdo vendrá la agudización del conflicto y la lucha abierta por los
yacimientos de esmeraldas, especialmente de Coscuez, que culminará con una guerra generalizada
entre 1984 y 1990. En esta oportunidad el conflicto tendrá una dimensión
nacional, pues en una turbulenta Colombia, los actores establecerán nexos con paramilitares, narcotraficantes, guerrilleros
y los más diversos actores ilegales. De
nuevo el escenario de los pactos, dará a luz el proceso de paz de 1990. Aunque el proceso es visibilizado y acompañado
por algunos entes del Estado, siempre éste se abstuvo de ser garante de los
acuerdos. Finalmente la “efectividad
depende de los poderes privados”[1]
Un pueblo fatigado
por el rigor de la guerra feliz vitorea el proceso. Abrió esperanzas e hizo
soñar con nuevos horizontes, sin embargo los poderes privados prevalecieron
como mecanismo de regulación en diferentes esferas de la vida pública. El
balance de 23 años trae consigo la permanencia de conflictos entre los
compromisarios del proceso, donde el mecanismo de resolución recurrente es la reunión,
en la cual los actores reiteran su voluntad de paz ante una infatigable
iglesia, pero marchan dejando vivas las causas de los problemas. Ahora no todo
es negociable pues atentados, homicidios y demás actos violentos no pueden ser
parte de una mesa privada sin la regulación Estatal; por ello lo que ocurre hoy
debe ser parte del debate público y de la necesaria verdad para una región que requiere
sobreponerse ante los temores y en un esfuerzo colectivo darle norte a nuestro
occidente.
Indudable el drástico
descenso de homicidios, 489 en 1989 a 8 en el 2012 (Incluye Chiquinquirá), el
surgimiento de alternativas económicos y nuevas cosmovisiones dentro de este
proceso de paz. Pero su suerte no debe estar centrada en los actores de la
actividad esmeraldífera, sino además en quienes lideran los proyectos
económicos, culturales, sociales afincados en las grandes oportunidades que
ofrece el territorio. Por ello mesas de diálogo para decidir la suerte de la
región deben ser amplias donde los nuevos actores y sueños quepan. Un tránsito
a una paz duradera implica como estrategia de diálogo la inclusión de quienes
aportan a una visión fundada en las ventajas comparativas y competitivas que
ofrece la región pues allí anidan buena parte de las esperanzas de un
desarrollo con justicia social, respeto ambiental y oportunidades. Se necesita de un gremio de esmeralderos con
responsabilidad social y una voluntad real de paz, una sociedad civil
impulsadora de un desarrollo fundado en el trabajo y la tolerancia. Contar con
un Estado promotor de lo público como
escenario de la civilidad y la paz, para romper la larga condena de las guerras
inconclusas en el Occidente de Boyacá.
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