martes, 14 de enero de 2014

LAS GUERRAS INCONCLUSAS DEL OCCIDENTE DE BOYACÁ

LAS GUERRAS INCONCLUSAS DEL OCCIDENTE DE BOYACÁ

Por: Jacinto Pineda Jiménez, Coordinador Académico ESAP Boyaca- Casanare

Las guerras “verdes” terminan pero no se resuelven. La propia fórmula pacto- olvido, a la cual hemos acudido históricamente para superar los conflictos, en ocasiones eterniza la violencia. Circulo  donde lo mejor es perdonar, a cualquier precio, antes que enfrentar las circunstancias sociales, económicas y políticas que rodean las denominadas guerras. Por ello planteo la hipótesis que los  pactos privados sin la regulación del Estado solo han contribuido a fortalecer los actores ligados a la actividad esmeraldífera y no a una paz duradera y de la mano del desarrollo para la región.

La violencia en la región es una vieja historia de amargura y frustraciones, incubada en la propia conquista Española que a su paso dejó el exterminio del pueblo nativo Muzo, tras una cruenta batalla que duró 21 años. Así se abrirá la puerta a la historia de codicia y corrupción que va a marcar la conquista y  la colonia y que continuará con la república en una sombra extendida hasta el presente. 
Corresponderá al Banco de la República, en una labor ajena a su misión, administrar las minas de esmeraldas y bajo su sombra el surgimiento de las guerras verdes en los años 60,s del siglo XX. En una tierra de nadie emergerán liderazgos como el de Efraín Gonzalez, Ganso Ariza y otros forjados en la violencia y la ilegalidad. La mina de Peñas Blancas será el escenario de la primera guerra verde que se extenderá a la región y a ciudades como Chiquinquirá y Bogotá. Vendrán los tiempos de las “vendettas entre esmeralderos”; del afán desaforado de guaqueros, campesinos y los más disimiles personajes  atraídos por la esmeralda. Los años 70 serán la locura propia de las oleadas de riqueza, a costa de la pobreza y abandono de la región. La situación violenta lleva al cierre de las minas en 1973, para luego en una historia de suspicacias pasar a manos de los particulares en 1976.
La primera guerra culminará con la derrota del grupo del Ganso Ariza y la concesión de las minas a los victoriosos; en 1978 se firmará un pacto de paz en Tunja, con la presencia de la iglesia, algunos entes del Estado donde los esmeralderos pactan la no agresión pero la situación social de la región permanecerá intacta. Al frágil acuerdo vendrá la agudización del conflicto y la lucha abierta por los yacimientos de esmeraldas, especialmente de Coscuez,  que culminará con una guerra generalizada entre 1984 y 1990. En esta oportunidad el conflicto tendrá una dimensión nacional, pues en una turbulenta Colombia, los actores establecerán  nexos con paramilitares, narcotraficantes, guerrilleros y los más diversos actores ilegales.  De nuevo el escenario de los pactos, dará a luz el proceso de paz de 1990.  Aunque el proceso es visibilizado y acompañado por algunos entes del Estado, siempre éste se abstuvo de ser garante de los acuerdos. Finalmente la  “efectividad depende de los poderes privados”[1]
Un pueblo fatigado por el rigor de la guerra feliz vitorea el proceso. Abrió esperanzas e hizo soñar con nuevos horizontes, sin embargo los poderes privados prevalecieron como mecanismo de regulación en diferentes esferas de la vida pública. El balance de 23 años trae consigo la permanencia de conflictos entre los compromisarios del proceso, donde el mecanismo de resolución recurrente es la reunión, en la cual los actores reiteran su voluntad de paz ante una infatigable iglesia, pero marchan dejando vivas las causas de los problemas. Ahora no todo es negociable pues atentados, homicidios y demás actos violentos no pueden ser parte de una mesa privada sin la regulación Estatal; por ello lo que ocurre hoy debe ser parte del debate público y de la necesaria verdad para una región que requiere sobreponerse ante los temores y en un esfuerzo colectivo darle norte a nuestro occidente.  
Indudable el drástico descenso de homicidios, 489 en 1989 a 8 en el 2012 (Incluye Chiquinquirá), el surgimiento de alternativas económicos y nuevas cosmovisiones dentro de este proceso de paz. Pero su suerte no debe estar centrada en los actores de la actividad esmeraldífera, sino además en quienes lideran los proyectos económicos, culturales, sociales afincados en las grandes oportunidades que ofrece el territorio. Por ello mesas de diálogo para decidir la suerte de la región deben ser amplias donde los nuevos actores y sueños quepan. Un tránsito a una paz duradera implica como estrategia de diálogo la inclusión de quienes aportan a una visión fundada en las ventajas comparativas y competitivas que ofrece la región pues allí anidan buena parte de las esperanzas de un desarrollo con justicia social, respeto ambiental y oportunidades.  Se necesita de un gremio de esmeralderos con responsabilidad social y una voluntad real de paz, una sociedad civil impulsadora de un desarrollo fundado en el trabajo y la tolerancia. Contar con un Estado  promotor de lo público como escenario de la civilidad y la paz, para romper la larga condena de las guerras inconclusas en el Occidente de Boyacá.





[1] URIBE Alarcón, Maria Victoria. Limpiar la Tierra. CINEP. 1992.P.128

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